dimanche 24 février 2013

Las rutas para ser un marginado




Si C. hubiera asistido a un instituto estadounidense, en lugar de a un pequeño centro educativo del País Vasco, probablemente, hubiera sido un ejemplo de “chica popular”. Era simpática, extrovertida, carismática, guapa y tan hábil sacando buenas notas como destacando en deportes.
C. tenía, además, un “equipo de apoyo” por el que cualquier marginado al uso hubiera dado su  mano izquierda: padres jóvenes y enrollados, buenos amigos, un hermano al que adoraba y un noviete solícito que le juraba amor eterno. Poseía, en su tez y en su mirada, ese brillo excepcional de persona bien nutrida, en todos los sentidos de la palabra; el aura inconfundible de alguien que, además de no haber sufrido un trauma en su vida, resultaba difícil imaginar enferma o, incluso, deprimida.
 
Nadie pudo comprender, entonces, las causas que la llevaron a desaparecer, repentinamente, durante su segundo curso. La explicación, además de chocante y surrealista, no satisfizo a nadie: C. sólo quería adelgazar. Pero, ¿cómo era posible que la persona que más parecía encajar, la que representaba, mejor que nadie, un triunfo del sistema, se sentía una marginada, únicamente, por no poseer la talla 36?
 
 

Si volviéramos al instituto yankee y convirtiéramos a C. en una de las protagonistas de un film tipo Las ventajas de ser un marginado, tarde o temprano habríamos descubierto un historial mucho más sórdido o amargo tras su existencia aparentemente idílica. Podría ser que su familia cool-solo-de-cara-a-la-galería, en su armario, escondiera violencia de género, maltrato verbal o físico, alcoholismo o abuso de sustancias, la desestabilizante amenaza del divorcio, una educación fuertemente represiva y autoritaria, la traumática y prematura muerte de algún ser querido, dolorosas secuelas de negligencia o abandono, enfermedades raras o incurables o, incluso, un escalofriante historial de abusos sexuales.
 
Aunque nunca llegué a conocer a C. en profundidad, mi hipótesis sobre las causas de su radical enfermedad no incluiría ninguna de las explicaciones del párrafo anterior. Creo que fue víctima de un trauma, es cierto, pero no de lo que coloquialmente se entiende como tal. Y es que hay heridas vitales mucho más sutiles, más tardías y puede que algo más superficiales que las que casi todos conocemos, pero no por eso no dejan de ser eficaces y, sobre todo, dolorosas.
 
 
Bullying aparte, mucha gente sufre enormemente y se automargina (a menudo de forma inconsciente), por no encajar en ese patrón de “hombre o mujer ideal” que nos llevan introyectando desde bebés. Lógicamente, cuanto más alejados se perciban los sujetos de ese modelo, a todos los niveles, mayor será el nivel de frustración y sufrimiento, especialmente para aquellas personas que no toleran bien la cruel etiqueta de “outcast” y/o que se basan mucho más en referencias externas que en valoraciones internas para construir su autoimagen y su autoestima. (Como mujer, basta no percibirse como una princesa para sentirse una marginada. Como hombre, sólo es necesario no encajar en el cásico patón de masculinidad hegemónica para que te lluevan los palos y las críticas).
Ya que, hoy día, se da una importancia desproporcionada al físico (eclipsando o, directamente, anulando otras virtudes), muchas frustraciones y heridas, tristemente, surgen cuando un niño o una niña se miran en el espejo social y no se ven tan guapos, tan altos, tan atléticos o tan delgados como mandan los cánones. Que se tengan otras cualidades que lo compensen de sobra es lo de menos, porque nuestra tarjeta de presentación es primordial y no ser atractivo y/o muy delgado, para muchas personas como C. equivale, prácticamente, a ser invisible (especialmente en el caso de las mujeres, aún mucho más catalogadas, valoradas y condicionadas por su físico que los varones).
 
 
 
 
Nos han estafado desde siempre. ¿Qué nivel de satisfacción o de autopercepción tendríamos si no nos vendieran la felicidad como algo externo en lugar de como una conquista interna, única e individual; si, para triunfar, no tuviéramos que ser, necesariamente, millonarios y modelos?
No todos los marginados han tenido una infancia terrible y dolorosa que ha minado su autoestima (a veces beyond repair). Hay muchos motivos para ser (o sentirse)  un/a marginad@, pero todas las “rutas de la (auto)marginalidad” transitan por la frase “no soy lo suficientemente… “ o “soy demasiado… comparado con los demás”.

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jeudi 14 février 2013

Declaración de intransigencia / declaración de amor




Un eminente psicólogo asegura que el dolor del fracaso es dos veces más intenso que la felicidad que sentimos al ganar. ¿Se trata de una excepción o son los aspectos negativos más potentes y determinantes que los positivos en todos los aspectos de nuestra vida y, especialmente, a la hora de valorar nuestro entorno y tomar decisiones?
Lo malo no tiene por qué pesar más que lo bueno (o viceversa), pero lo parece. En el ADN del neurótico está inscrito que sus buenas cualidades quedan, en muchas ocasiones, eclipsadas por las malas; y cuando se trata de trasladar la valoración al otro, podemos ser implacables e inflexibles, de tal forma que un defecto o una cualidad percibida negativamente, puede convertirse, a la velocidad de Flash, en una etiqueta de potencial toxicidad o, directamente, en una expulsión de la zona de sociabilidad o de contacto.
 
 
 
 


Admitir que se es experto en escudos puede resultar un mal trago. Hace no demasiado, me he descubierto empuñando uno del tipo que portaban los caballeros en los torneos: o sea, XXL. Sería reconfortante pensar que episodios hipercríticos de este tipo resultan excepcionales en mi biografía, pero lo cierto es que han sido más abundantes de lo que yo misma estoy dispuesta a confesar. Mal que me pese, en ocasiones, peco de intransigente. Sin embargo, esta intransigencia resulta sesgada: siempre he sido mucho más dura con ellos que con ellas, y, a pesar de los años y las lecciones, desgraciadamente, aún lo sigo siendo.
Cualquier excusa era buena para etiquetar de “no valid”, de “indigno” o de “very disappointing” a un hombre. Siempre que ese individuo formara parte activa en mi vida y estuviera construyendo una relación con él (bien fuera de tipo coleguil, amistosa o amorosa), mi hiperactivo (y snob) radar de decepciones siempre estaba on. A veces pitaba por cosas como “es demasiado egoísta/insensible/simple/testosteróneo/egocéntrico/insolidario/especista/sexista/inculto”, pero, en otras ocasiones, le bastaba un simple “no me puedo creer que confunda a Julio Cortazar con un bailarín de flamenco/no sea cinéfilo/escriba “¡hala!” sin h/vista un poco hortera/crea que Love of lesbian es un grupo de lesbianas/sea gafapastil/adopte “la pose” en las fotos/sea futbolero”.
 
 
 
 
 
 
Alejarse siempre ha sido un buen mecanismo de defensa. Otra veces, sin embargo, recurría al drástico (y, en ocasiones, irreparable) ataque directo. Sin embargo, tanta maldad y estrechez de miras por mi parte, siempre tenía un fuerte motivador detrás: el miedo. Me daba pavor que esas personas, esos hombres, que, de alguna manera significaban tanto para  mi, me hicieran daño o me abandonaran. Por lo tanto, buscarles fallos, juzgarlos, los empequeñecía a mis ojos, les restaba peso y me protegía de la verdadera intimidad, proporcionándome buen material para construir un muralla entre ambos, en caso de que la despedida fuera inminente (y siempre parecía serlo).
Admitida la dureza e inflexibilidad de mi caparazón, y con la firme promesa de abandonar la toga y el martillo, sólo me queda expresar públicamente un “sorry!”, aunque sea desde el impersonal y abstracto ciberespacio, a todos los hombres de mi vida. Especialmente a quienes, en alguna ocasión, se hayan sentido injustamente atacados y juzgados y/o hayan sido expulsados de mi vida (a menudo como paracaidistas forzosos de un avión que se estrella). Sin ellos, no sólo hoy no sería quien soy, sino que no hubiera sido capaz de andar ni un solo paso en el camino de baldosas amarillas.
 
Gracias.
 
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