Si
C. hubiera asistido a un instituto estadounidense, en lugar de a un pequeño
centro educativo del País Vasco, probablemente, hubiera sido un ejemplo de
“chica popular”. Era simpática, extrovertida, carismática, guapa y tan hábil
sacando buenas notas como destacando en deportes.
C.
tenía, además, un “equipo de apoyo” por el que cualquier marginado al uso hubiera
dado su mano izquierda: padres jóvenes y
enrollados, buenos amigos, un hermano al que adoraba y un noviete solícito que
le juraba amor eterno. Poseía, en su tez y en su mirada, ese brillo excepcional
de persona bien nutrida, en todos los sentidos de la palabra; el aura inconfundible
de alguien que, además de no haber sufrido un trauma en su vida, resultaba
difícil imaginar enferma o, incluso, deprimida.
Nadie
pudo comprender, entonces, las causas que la llevaron a desaparecer, repentinamente,
durante su segundo curso. La explicación, además de chocante y surrealista, no satisfizo
a nadie: C. sólo quería adelgazar. Pero, ¿cómo era posible que la persona que
más parecía encajar, la que representaba, mejor que nadie, un triunfo del
sistema, se sentía una marginada, únicamente, por no poseer la talla 36?
Aunque nunca llegué a conocer a C. en profundidad, mi hipótesis sobre las causas de su radical enfermedad no incluiría ninguna de las explicaciones del párrafo anterior. Creo que fue víctima de un trauma, es cierto, pero no de lo que coloquialmente se entiende como tal. Y es que hay heridas vitales mucho más sutiles, más tardías y puede que algo más superficiales que las que casi todos conocemos, pero no por eso no dejan de ser eficaces y, sobre todo, dolorosas.
Bullying
aparte, mucha gente sufre enormemente y se automargina (a menudo de forma
inconsciente), por no encajar en ese patrón de “hombre o mujer ideal” que nos
llevan introyectando desde bebés. Lógicamente, cuanto más alejados se perciban
los sujetos de ese modelo, a todos los niveles, mayor será el nivel de frustración
y sufrimiento, especialmente para aquellas personas que no toleran bien la cruel
etiqueta de “outcast” y/o que se basan mucho más en referencias externas que en
valoraciones internas para construir su autoimagen y su autoestima. (Como
mujer, basta no percibirse como una princesa para sentirse una marginada. Como
hombre, sólo es necesario no encajar en el cásico patón de masculinidad
hegemónica para que te lluevan los palos y las críticas).
Ya
que, hoy día, se da una importancia desproporcionada al físico (eclipsando o,
directamente, anulando otras virtudes), muchas frustraciones y heridas, tristemente,
surgen cuando un niño o una niña se miran en el espejo social y no se ven tan
guapos, tan altos, tan atléticos o tan delgados como mandan los cánones. Que se
tengan otras cualidades que lo compensen de sobra es lo de menos, porque
nuestra tarjeta de presentación es primordial y no ser atractivo y/o muy delgado,
para muchas personas como C. equivale, prácticamente, a ser invisible
(especialmente en el caso de las mujeres, aún mucho más catalogadas, valoradas
y condicionadas por su físico que los varones).
Nos
han estafado desde siempre. ¿Qué nivel de satisfacción o de autopercepción
tendríamos si no nos vendieran la felicidad como algo externo en lugar de como
una conquista interna, única e individual; si, para triunfar, no tuviéramos que
ser, necesariamente, millonarios y modelos?
No
todos los marginados han tenido una infancia terrible y dolorosa que ha minado
su autoestima (a veces beyond repair). Hay muchos motivos para ser (o
sentirse) un/a marginad@, pero todas las
“rutas de la (auto)marginalidad” transitan por la frase “no soy lo suficientemente… “ o “soy
demasiado… comparado con los demás”.
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