lundi 13 février 2012

6 horas en urgencias



Independientemente de las circunstancias que te hayan llevado hasta allí, si nunca has estado en urgencias y tu educación sentimental ha bebido, en gran parte, del cine y la TV, la desilusión está más que garantizada. En lugar de unas instalaciones sofisticadísimas llenas de atractivos médic@s y enfermer@s, corriendo espídicamente de acá para allá, mientras atienden un sinfín de casos, cada cual más complejo y extraño, te encuentras con un par de enfermeras y un grupo de desorientados jubilados, apiñados en una sala raquítica y mal iluminada que fue pintada por última vez en 1962.

En urgencias todo son esperas. Esperas para ser atendido y aún más para ser ingresado. Un apático celador es el encargado de llevar a los pacientes hasta “la McEvaluación”, una sala-pasillo presidida por una medico desarmantemente joven. Cuando pregunta por el problema, como “representante” del paciente, deseas contestar en plan “mujer, 54 años, presenta herida de bala en el abdomen acompañada de posible factura femoral y graves signos de hipotermia”, pero acabas reprimiendo el impostado mediqués. En breves segundos, unos datos son introducidos en un ordenador, y… más esperas.

Dos horas después, el pánico y angustia con la que llegaste se han multiplicado geométricamente y tu hipocondría galopante comienza a temer que el próximo paciente seas tú. Hay cambio de turno en enfermería y dos chicas aún más jóvenes suceden a las anteriores (¿es que nadie cumple los 30 en este sitio?). Intentas ocupar tu mente con cualquier cosa que te aleje del pesimismo y los dramones de las sobremesas de Antena 3, pero lo único que parece distraerte intermitentemente es el juego de la adivinanza macabra o intentar deducir la gravedad de las personas que te acompañan, basándote en las reacciones de sus acompañantes.




En el ecuador de tu espera, ves llegar gente con paraguas y recuerdas que sigue siendo de día. Las predicciones del tiempo anuncian una ola de frio siberiano, pero te sientes tan alejada del mundo exterior en aquel vientre de ballena, que te preguntas, masocamente, si alguna vez llegaras a salir de allí. Como Woody Allen en Hannah y sus hermanas, la realidad se redimensiona y descubres lo feliz que eras ayer, o el día en el que te rompiste la pierna o el corazón. Todas tus otras neurosis, mágicamente, se desinflan y tu energía mental se concentra en una sola.

Una hora más tarde, encerrada con aquel grupo de jubilados ligeramente groggies, no puedes evitar recordar cierta famosa escena de Star Wars en la que se reparan androides; tu hipervelocidad se dispara y, por unos instantes, viajas horrorizada al futuro, tu futuro. Y es que, tarde o temprano, tod@s necesitamos reparaciones más o menos complicadas, porque sólo somos máquinas que una vez fueron útiles, maquinas que se van desgastando y fallando a fuerza de uso.

Un guapo médico casi adolescente confirma un “solo sé que aún no sabemos nada” y, por un instante, te dan ganas de preguntarle, “¿y tú cuando acabaste la carrera, hermoso?”. Y mientras una cama se vacía 5 pisos más arriba, descubres, desencantada, que tu concepto de héroe, tal como lo conocías, ha cambiado. Un héroe no es aquel que se desvive por mejorar el mundo, o la vida de los demás, sino aquel que aguanta de una pieza en el que, posiblemente, sea el lugar más terrorífico del mundo sin repasar mentalmente los dramones de sobremesa y sin pulsar el (maldito) botón de hipervelocidad…

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