Una revista que alguien olvidó o abandonó en una de las salas de espera del hospital (o el lugar más aséptico del mundo), me contagió con la duda: ¿cuándo fue la última vez que te impresionaste a ti mism@?
No era más que el artículo de un psicólogo. Uno de tantos que intentan volvernos más autoconscientes y autodependientes. Nada que no supiera, en realidad, pero me dejó K.O. mientras escaneaba, inútilmente, los últimos sucesos de mi vida.
Lo cierto es que, por muy exigente que se sea (o se crea ser), uno sitúa el “hasta aquí” en la satisfacción o en la palmada en la espalda de los otros, pero nunca, o raras veces, en el (como diría Iván Zulueta) autoarrebato.
Tener como meta el impress yourself, puede parecer una utopía o un ejercicio masoquista, pero, bien pensado, ¿no es eso, acaso, lo que esperamos de los otros? ¿no deseamos que, ocasionalmente, todo lo que nos rodea nos impresione, fascine, inspire y enamore para sentirnos vivos?
Necesitamos admirar a nuestros amigos y seres queridos para que nos impulsen, para que nos motiven, para no aburrirnos, ¿pero por qué es menos vital impresionarse a uno mismo? Al fin y al cabo, somos la persona más importante de nuestra vida y si no nos admiramos por aquello que somos capaces de ser o de hacer, si no tratamos de aspirar a lo máximo en todas las facetas de nuestra vida, difícilmente podremos alcanzar algo realmente extraordinario.
Si los otros, los que viven fuera de nuestra piel, pueden dejarnos con la boca abierta, nosotros también. Sólo hay que subir (cuando no se tiene demasiada fe en un mismo) o bajar (cuando la autoexigencia es tan grande que ciega) el listón. Generalmente, somos demasiado perezosos e injustos: ¿cuánto tiempo vamos a seguir poniendo el botón de la hipervelocidad en el exterior de la nave?