mardi 9 novembre 2010

¿Qué precio tienen las cosas que no son cosas?




Hace unas semanas mi móvil jurásico sufrió un accidente. Una de mis gatas lo tiró desde una mesa y la ya descachuflada tapa se desprendió del todo.
En una situación así, lo más práctico habría sido comprarme uno nuevo, pero había algo que me importaba más que el pastón que me iba a gastar en repararlo: las fotos que contenía. Más concretamente, una de un ser que adoro y que ya no está con nosotros.

En Vodafone me dijeron que lo consultara con informáticos y fotógrafos, porque era una pena reparar un móvil tan viejo sólo por las fotos. Lo hice, y como nadie pudo proporcionarme una solución alternativa, no me quedó más remedio que recurrir al plan A. Recalqué el motivo de la reparación a la dependienta, una vez más, y esta me aseguró que resultaría caro, pero que en pocas semanas lo tendría de vuelta.

Ayer, después de algo más de un mes, recuperé mi móvil. Sin embargo, al encenderlo, descubrí que contenía una asquerosa sorpresa: las fotos ya no estaban. Resulta que el/la desgraciad@ que lo reparó, decidió, con premeditación y alevosía, actualizar el software: se ha borrado todo. Lo único que me queda de mi antiguo teléfono, son algunos sms y la mitad de mi agenda de contactos (supongo que mi tarjeta no daría más de sí).

Me siento estafada, frustrada, dolida y harta. Le he regalado el móvil a un miembro de mi familia. No quiero ni verlo.

¿Por qué os cuento esta anécdota tan aburrida, anodina y bastante por debajo de lo que me gusta incluir en este blog? Por que, de alguna manera, ha sido la gota que ha rebasado un vaso lleno de demasiadas cosas.

No sé si esto es un adiós o un hasta luego. No voy a decir que me marcho de la blogosfera, pero si que cada día me cuesta más contar cosas y que intuyo que este invierno será largo.

Sé que hay personas, amig@s principalmente, que lately han puesto precio a mi cabeza por vivir en Antisocial Land. Por otra parte, llamar por teléfono y escribir e-mails se ha convertido en misión imposible, así que pido disculpas desde aquí a todas las personas a las que he descuidado/abandonado temporalmente.

No sé qué más decir, salvo que estoy cansada de estar triste.

Take care.

lundi 1 novembre 2010

Objetos de transición




De niña pasé muchas horas visitando cementerios. Para mi era un ritual familiar insoslayable que asumía con resignación infantil. Y mientras los míos colocaban flores y adecentaban lápidas, yo me alejaba lo suficiente como para tomar fotografías mentales, sopesar la tristeza del ambiente o comparar la belleza de las flores.

Cuando los ausentes tienen un peso equiparable a los vivos, tiendes a ver la muerte y todo lo que la rodea con una naturalidad de la que carece la mayoría de la gente. Para mi, los cementerios siempre han estado desprovistos de cualquier rastro lúgubre, tétrico o macabro. Simplemente, eran lugares tristes cuya funcionalidad no entendía demasiado bien. ¿Por qué había que desplazarse a otro lugar para homenajear a un ser querido?¿Cómo era posible que una fría piedra sustituyera a un recuerdo?

No ha sido hasta muchos años después, cuando he descubierto que los cementerios (al igual que los funerales o cualquier ritual mortuorio), no se hacen para los muertos, sino para los vivos.
A la mente le cuesta tantísimo asimilar una pérdida, asumir que nunca más volverá a ver a un ser querido, que hasta que ese proceso se complete, necesita un ritual, un soporte físico, una especie de objeto de transición en el que focalizarse, de la misma forma que un niño pequeño necesita su peluche preferido o una mantita cuando ha de separarse de sus padres o comienza la guardería.

Hay gente que necesita ver físicamente al difunto para decir adiós; otros pasan horas ante la lápida, charlando, llorando, recordando; los hay que necesitan llevar un medallón con sus cenizas, mientras que muchos duermen con su ropa cuando están tristes o sienten frío. Y también hay personas que, simplemente, se aferran a sus fotos. Imágenes que compiten y reafirman las de la mente, recuerdos tangibles de que los buenos momentos existieron y nadie puede arrebatárselos.

Al parecer, nuestros mecanismos de asimilación no siempre evolucionan y maduran con los años y, obviamente, no son tan sofisticados como desearíamos. Ante la pérdida, nos guste o no, todos somos niños aferrándose a una deshilachada mantita...
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