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Que mal se toleran las zonas grises, las indefiniciones, las excepciones y las contradicciones. Desde que somos enanos, se nos obliga a posicionarnos, a escindirnos a menudo de una manera muy forzada o artificial, en bandos irreconciliables. Cuando apenas podemos hablar, nos atormentan con aquello de “¿a quién quieres más: a mamá o a papá?”, después viene aquello de “¿qué te gustan más: las letras o las ciencias?”, cuando la pregunta más lógica debería ser: ¿Pero es que no se puede ser de ambos... o no ser de ninguno?
Tarde o temprano llega la que, para algunos, es la madre de todas las discusiones: el fútbol. Hace pocas semanas viví un debate absurdo con alguien que, sorprendido ante mi indiferencia futbolil (y equipil), intentó, durante unos diez minutos, colocarme una de las dos etiquetitas (no hace falta decir cuales) sin éxito.
Siento que la presión por sucumbir a la pasión estrella, es mucho más desmesurada ahora que cuando me pedían que escogiera entre ciencias y letras en el colegio. Al pronunciar las palabras mágicas: no me gusta el fútbol, veo en muchas personas la misma mezcla de decepción, desconcierto y asombro infantil que muestran cada vez que digo que soy vegetariana (y casi veo en sus ojos como hacen el reajuste en su mente: ah, vale, a esta no le gusta el fútbol porque es rarita).
En un estupendo artículo titulado la psicología del futbol, Andrés Montero Gómez, desgrana los porqués de este opio para el pueblo. En su opinión, el fútbol (o cualquier otro deporte de masas), resulta especialmente atractivo porque es una ecuación social que combina valores, emociones, símbolos y sentido de pertenencia.
También aclara que la vinculación a este deporte es algo emocional, nunca racional y que normalmente se cuece en edades tempranas y maleables. Todos conocemos ejemplos extremos de padres que no sólo adornan la habitación de su retoño con los colores de su equipo, sino que le compran ropitas, y, si me apuras, le inscriben como socio en el club de turno, antes de nacer. Y es que el “furbo” incide en lo más vulnerable a según qué edades: ¿eres o no eres uno de los nuestros?.
Desde su más tierna infancia, muchas pero especialmente muchos, han sido bombardeados con mensajes del tipo “fútbol = lealtad familiar/social, encajar, sentirte aceptad@, triunfar”. Y es entonces cuando el poder de los valores y símbolos entran en escena. Los niños de mayores quieren “ser” como un jugador determinado, porque esta persona representa los valores ideales, lo que ellos mismos quieren encarnar.
¿Pero qué ocurre cuando ya no somos tan niños? ¿qué más factores entran en juego? En esta época de desorientación masiva, también la fe, la necesidad de creer en algo que de sentido a nuestra vida, y que se debe alimentar para que nos ayude a trascender, ha engendrado algunos forofismos. Todos queremos alcanzar o, al menos, rozar, algo extraordinario. A través del fútbol puedes sentir que “eres” algo que en otros roles en tu vida estás muy lejos de ser.
Yo soy de la opinión de que todo el mundo se droga porque todos necesitamos escapar de nosotros mismos. Cada uno tiene sus métodos y su nivel más o menos acusado de adicción, pero ni el fútbol ni el deporte en general han sido uno de mis míos. Creo que hablo por todos los que no somos futboleros, cuando digo que no veo símbolos, ni veo valores atractivos en los colores de una camiseta. No es una parte de mi autoestima, de mi autoconcepto o de mi orgullo patrio (¿ein?), lo que se pone en juego cada vez que unos jugadores que simplemente han nacido en mi país salen al campo de juego. Si ellos trascienden su labor, yo no trasciendo, porque sus logros no tienen que ver con los míos ni con los seres que me importan. El equipo de fútbol de mi país no mi espejo, porque no hay nada mío en ellos.
Como no futbolera, exijo mi derecho a expresar educadamente en público que el resultado de la roja me importa un carajo sin necesidad de que me tachen de traidora, borde, pasota o desleal. Exijo mi derecho a escoger una droga minoritaria sin seguir al resto por inercia y sin que nadie me critique ni me menosprecie por ello.
A veces no sé si estamos en el 2010 o dentro de 1984. ¡Que le den al Big Brother! He dicho.
“Me gusta el fútbol, realmente. Lo que no me gusta es la futbolización del universo, las personas que toman rápidamente partido por una divisa, sacralizan eso y se hacen quemar después de muertos para desparramar sus cenizas en el Parque Central. Eso me parece demasiado y, peor todavía, eso, defendido por intelectuales, me parece sospechoso”. Alejandro Dolina
Tarde o temprano llega la que, para algunos, es la madre de todas las discusiones: el fútbol. Hace pocas semanas viví un debate absurdo con alguien que, sorprendido ante mi indiferencia futbolil (y equipil), intentó, durante unos diez minutos, colocarme una de las dos etiquetitas (no hace falta decir cuales) sin éxito.
Siento que la presión por sucumbir a la pasión estrella, es mucho más desmesurada ahora que cuando me pedían que escogiera entre ciencias y letras en el colegio. Al pronunciar las palabras mágicas: no me gusta el fútbol, veo en muchas personas la misma mezcla de decepción, desconcierto y asombro infantil que muestran cada vez que digo que soy vegetariana (y casi veo en sus ojos como hacen el reajuste en su mente: ah, vale, a esta no le gusta el fútbol porque es rarita).
En un estupendo artículo titulado la psicología del futbol, Andrés Montero Gómez, desgrana los porqués de este opio para el pueblo. En su opinión, el fútbol (o cualquier otro deporte de masas), resulta especialmente atractivo porque es una ecuación social que combina valores, emociones, símbolos y sentido de pertenencia.
También aclara que la vinculación a este deporte es algo emocional, nunca racional y que normalmente se cuece en edades tempranas y maleables. Todos conocemos ejemplos extremos de padres que no sólo adornan la habitación de su retoño con los colores de su equipo, sino que le compran ropitas, y, si me apuras, le inscriben como socio en el club de turno, antes de nacer. Y es que el “furbo” incide en lo más vulnerable a según qué edades: ¿eres o no eres uno de los nuestros?.
Desde su más tierna infancia, muchas pero especialmente muchos, han sido bombardeados con mensajes del tipo “fútbol = lealtad familiar/social, encajar, sentirte aceptad@, triunfar”. Y es entonces cuando el poder de los valores y símbolos entran en escena. Los niños de mayores quieren “ser” como un jugador determinado, porque esta persona representa los valores ideales, lo que ellos mismos quieren encarnar.
¿Pero qué ocurre cuando ya no somos tan niños? ¿qué más factores entran en juego? En esta época de desorientación masiva, también la fe, la necesidad de creer en algo que de sentido a nuestra vida, y que se debe alimentar para que nos ayude a trascender, ha engendrado algunos forofismos. Todos queremos alcanzar o, al menos, rozar, algo extraordinario. A través del fútbol puedes sentir que “eres” algo que en otros roles en tu vida estás muy lejos de ser.
Yo soy de la opinión de que todo el mundo se droga porque todos necesitamos escapar de nosotros mismos. Cada uno tiene sus métodos y su nivel más o menos acusado de adicción, pero ni el fútbol ni el deporte en general han sido uno de mis míos. Creo que hablo por todos los que no somos futboleros, cuando digo que no veo símbolos, ni veo valores atractivos en los colores de una camiseta. No es una parte de mi autoestima, de mi autoconcepto o de mi orgullo patrio (¿ein?), lo que se pone en juego cada vez que unos jugadores que simplemente han nacido en mi país salen al campo de juego. Si ellos trascienden su labor, yo no trasciendo, porque sus logros no tienen que ver con los míos ni con los seres que me importan. El equipo de fútbol de mi país no mi espejo, porque no hay nada mío en ellos.
Como no futbolera, exijo mi derecho a expresar educadamente en público que el resultado de la roja me importa un carajo sin necesidad de que me tachen de traidora, borde, pasota o desleal. Exijo mi derecho a escoger una droga minoritaria sin seguir al resto por inercia y sin que nadie me critique ni me menosprecie por ello.
A veces no sé si estamos en el 2010 o dentro de 1984. ¡Que le den al Big Brother! He dicho.
“Me gusta el fútbol, realmente. Lo que no me gusta es la futbolización del universo, las personas que toman rápidamente partido por una divisa, sacralizan eso y se hacen quemar después de muertos para desparramar sus cenizas en el Parque Central. Eso me parece demasiado y, peor todavía, eso, defendido por intelectuales, me parece sospechoso”. Alejandro Dolina
P.S. Problemas informáticos me han obligado a escribir este article por trozos y por días. Me gustaría haberlo colgado hace una semana, pero...